viernes, 24 de julio de 2020

Encuentro con el Galipote

El encuentro con el Galipote

Ana Magnolia Méndez Cabrera

Santo Domingo, República Dominicana

 

Tenía un erizo en su cabeza, sus ojos eran de gato y su piel naranja. Llegaba a su casa cuando el sol se ponía y su madre siempre lo esperaba con la misma cena: guineítos verdes, bacalao guisado y un vaso de aluminio sudado, lleno de una bebida enfriada con hielo. Siempre comían juntos y parece que les gustaba, pues los platos terminaban vacíos.

Se llamaba Wilson y todos los niños del barrio sentían curiosidad por él: contrario a los demás pescadores, que subían a sus yolas y cazaban sus peces con vara, él era el único que, con arpón en mano, se tiraba a la playa y braceando llegaba a alta mar, donde se sumergía en busca de ostras, langostas, calamares, lambí, ayudado solo con sus pulmones y el destello de sus ojos de gato.

La fuerza de sus pulmones y el chispeo de sus ojos no eran de extrañar, pues también corría el rumor de que él era un Galipote.

—¡Wilson es un Galipote! —murmuraban sus vecinos y, entre ellos, tres niños eran los más interesados en conocer la verdad.

Dani, Fer y José vivían al lado y al frente de su casa. Siempre lo observaban salir a pescar, regresar cargado de mariscos y luego sentarse a cenar con su madre. Su aspecto, tan quemado por el sol, les llamaba poderosamente la atención, y estaban convencidos de que la leyenda de que en las noches se transformaba en Galipote era totalmente cierta y por eso decidieron investigarla[lc1] . Para ello planificaron entrar a su casa, aprovechando su salida de las mañanas, y una vez allí buscar evidencia en su habitación. Luego de explorar la habitación, irían a la casa de Dani, desde donde podrían ver cuando regresara de la mar y lo observarían mientras este estuviera comiendo su cena en la terraza del patio.

Ellos ya sabían que, luego de cenar, se iba a un lugar en lo alto de la ciudad y era casi seguro que allí ocurría su transformación. Los niños pensaban que, si lo espiaban, podrían avistar cuando este se transformara, le tomarían una foto que después mostrarían a todo el barrio como prueba contundente de que su vecino era un monstruo y de que ellos eran valientes.

Una vez planificada la operación, Dani, Fer y José esperaron que fuera jueves para ejecutar su plan. En vacaciones el sol sale temprano, por eso aprovecharían los primeros rayos para levantarse y ver cuando Wilson saliera a la playa. Dani, que era su vecino más cercano, avisaría el momento oportuno para reunirse frente a la casa del sospechoso, haciendo timbrar una campanita cinco veces.

Todo transcurrió en la forma proyectada: Dani despertó antes de salir el sol, con tiempo suficiente para ver cuando su vecino, acompañado de su arpón, salió rumbo a la playa. De inmediato Dani tocó cinco veces la campana de su bicicleta. Sus amigos, atentos en la casa del frente, salieron al primer campanazo y los tres se quedaron merodeando la casa del sospechoso hasta que el sol comenzó a picar. Fue en ese momento en que la madre de Wilson salió para el mercado. Esperaron perderla de vista para entrar la casa. Esto último no fue difícil, pues ella siempre dejaba la puerta abierta.

Les sorprendió que el manubrio de la puerta de la casa estuviera helado y que dentro no hubiese más muebles que el comedor de cuatro sillas. La casa no era grande. Un balcón en forma de terraza, una sala, un comedor y tres puertas, pintadas de azul.

Dani abrió la primera puerta y la cerró con un portazo: era el baño y parece que, recientemente, había sido usado.

Fer abrió la segunda: era una habitación bonita, con muchos muebles y la cama tendida con una sábana rosada. Otro portazo, ese no era el cuarto buscado.

José abrió la tercera puerta azul: con solo halarla salió una brisa húmeda, salada y pesada. Frente a ellos una cama sin hacer, sobre la cual había una inmensa red marrón. El suelo era un arrecife y dentro del cuarto se sentía el murmullo de las olas… José miró el techo y tocó a Dani, quien al mirar hacia arriba agarró la mano de Fer, quien también alzó la cabeza. Los tres niños no se tragaban el aire y sumergidos en aquella mudez se sentaron sobre la red marrón y no dejaban de mirar el techo.

Y era que aquel cielorraso estaba cubierto de un desafiante mar, lleno de caracoles, peces de todos los colores, langostas, estrellas de mar, piedras, algas y una sirena. Todo estaba ahí, vivo y moviéndose, profundo y hermoso, con agua, mucha agua que flotaba, pero, a su vez, ni una gota caía sobre la cama o sobre el arrecife. Todo seguía con naturalidad; era la continuación del fondo de cualquier océano. Y cuando más sorprendidos estaban, una voz los distrajo y les apretó el corazón:

—¿Qué hacen en mi cuarto? ¿Qué hacen en mi casa?

Los peces, al oír la voz, se escondieron detrás de la sirena mientras los niños no sabían qué hacer, qué decir o cómo poner la boca. Los brazos poderosos de Wilson los agarraron a los tres por la cintura, sacándolos de la habitación y colocándolos en medio de la sala vacía. Los miró con sus ojos de gato y los sentenció:

—Si dicen media palabra, lo juro, ¡me los como a los tres!

Salieron por sus propios pies de la casa, sin hablar y con el corazón tamboreando. No había nada de que alardear; cada uno volvió a su hogar sabiendo la verdad.



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