martes, 7 de junio de 2011

La culebra de las Siete cabezas

Otra semana ocupada, pero sin perder los animos con el blog. Publico, esta semana otro escrito viejo.  Espero que los disfruten y aguardo sus comentarios aquí o en facebook!  Una historia al margen, este cuento lo escribí en base a un recuerdo familiar y se lo dedico a mi madre y  a la memoria de mis abuelos Carmela y Pillo.


La leyenda de la culebra de las siete cabezas

En muchas ocasiones la memoria engaña y resulta difícil separar la realidad  de la entelequia, pero aun hoy conservo en mi pierna derecha la marca de los aruñones que me propinó aquella serpiente el día en que Rafelito, Yara y yo nos quedamos solos con mi abuelo en El Almendro.

Fue de Rafelito la idea de bañarnos desnudos en el charco de la culebra de la siete cabezas.   Recuerdo que Yara tenía  vergüenza, pues antes de entrar al charco nos pidió a Rafelito y a mí que nos sumergiéramos para no verla en cueros.    Era algo idiota, Yara no tenía nada que yo no tuviera y ya Rafelito me había visto a mi se había dejado ver de ella, pero ella ni siquiera se miraba así misma cuando se desvestía, según me dijo Rafelito quien nunca se zambulló.

- El charco de la culebra de la siete cabezas que está a la entrada del arroyo – decía mi abuela -  es sumamente hondo y cuando la culebra siente el movimiento de las piernas de alguna persona, animal o cosa, con preferencia de niños o niñas  menores de diez años, emerge desde el fondo, mostrando en cámara lenta, cada una de sus cabezas, respirando agitadamente  y rasgando con sus garras la piel del ser viviente o inanimado que se atreva a molestar su letargo, y enviándolo, directamente, a ¡sufrir la ambivalencia de la vida del purgatorio!

La explicación de nuestra abuela, nos asustaba pero nunca tuvo mucha coherencia, en especial por el asunto de las garras de la culebra, animal que desde la maldición del Edén, y como ella misma nos contó,  se encuentra condenado al arrastre; además de que no existía ninguna persona, a parte de mi abuela, que hubiera visto la supuesta serpiente.

Aquel verano, del año 1988,  Doña María, dejó de ser la única testigo de los peligros de aquel lugar.

Mis abuelos vivían en el campo, en una pequeña propiedad a la que llamaban “El Almendro”, la cual está situada en la cima de una montaña, rodeada de cañaverales y bañada por las aguas del río Cazabe.

Con solo cerrar los ojos mi memoria reproduce cada detalle de aquella casa: era de madera, pintada de verde por fuera, techada de zinc; el piso amarillo al igual que las paredes interiores. En el jardín, una gran cruz azul protegía la morada de los peligros de la soledad del lugar.  No era una casa grande: tenía una sala separada del comedor por una pared de madera con dos huecos a ambos lados y una puerta en el centro.  Cada hueco hacía las veces de repisa o estante en el cual se ubicaban imágenes de patos, gansos, Jesús crucificado o la virgen llorando.  Tanto la sala como el comedor se conectaban con las dos únicas habitaciones.  Una era la enigmática habitación de nuestros abuelos, doña María y Don Bienvenido;  la otra el cuarto de las hembras.   Una terraza separaba esa parte de la casa de la cocina, la cual,  contrario a los demás lugares, no estaba pintada. 

La noche antes de nuestro viaje al charco,  Yara y yo, mientras tratábamos de diferenciar el sonido de los sapos, los ratones y los murciélagos de los alaridos incontrolables de un perro y varios gatos, empezamos a hablar de las cosas que no entendíamos de nuestras vacaciones en el campo:  la primera fue, por qué mis abuelos no tenían un carro.. era increíble, todos los de las granjas vecinas tenían un camión o un jeep, pero mis abuelos andaban a caballo como si viviéramos en el 1888 o como si fueran una Familia Amish de Pensilvania; la segunda,  dónde pernoctaban los varones, en especial, donde dormían nuestros primos, de vacaciones igual que nosotras, si la casa solo tenía dos cuartos y en uno estaban los abuelos y en el otro nosotras dos.  Siempre que le hacíamos ese tipo de preguntas a la abuela terminaba con un “la niñas no son curiosas”.  Por más que lo intento no puedo recordar ni una sonrisa de mi abuela, solo su moño recogido de tal forma que no podía observar sus orejas, su boca hundida, su frente abultada, su piel muy blanca y sus ojos miel, dulces, profundos, amorosos,  pero tristes y decepcionados.  Mi abuelo era todo lo contrario; veinte años mayor que mi abuela, la amaba devotamente;  tenía los ojos de niño, una sonrisa que brillaba y contrastaba con el azabache de su carne; sus piernas eran duras y sus abrazos podían sostenernos de cabeza a Rafelito, a Yara y a mí sin que su cara mostrara el más mínimo gesto de cansancio.  Ni en su cama de enfermó perdió su potente tono de voz que con solo recordarlo retumba en mis oídos, o su capacidad de dibujarnos sonrisas, complaciéndonos en todos nuestros caprichos.

Cuando el sol comenzó a entrar por las rendijas de las paredes de madera, mi abuela nos despertó; no fue difícil adivinar donde iría si estaba vestida de negro y en sus manos llevaba un rosario de cuantas púrpura  y un cancionero, que en letras doradas decía: “Mi canto para velorios”.  Nos advirtió que  saldría "a cumplir" con una prima segunda de su abuela a la que se le había muerto una yerna, y que nos quedaríamos Rafelito, mi abuelo, Yara y yo solos en “El Almendro” hasta que ella regresara.  Dejó comida preparada y nos pidió que la sirviéramos.

-          Eso sí niñas – nos dijo – pórtense bien, y no salgan marotear por ahí.

Yara y yo nos paramos enseguida de la cama, y nuestras mejillas enrojecieron al compás del baile de nuestros corazones cuando observamos la enlutada figura de  mi abuela, subida en su yegua,  partiendo hacía la hora santa, llevando en ancas a dos de mis primos y dejándonos a Rafelito, a Yara y a mí con todo un campo para nosotros solos, dada la absoluta permisibilidad de mi abuelo.

Así que, sin consultar a nadie, una vez mi abuela partió, los tres caminamos, jubilosos,  los quinientos treinta y siete pasos que separan al Almendro del arroyo y sin pensarlo dos veces, Rafelito y yo nos desvestimos y  saltamos a las estáticas aguas del charco de la culebra de las siete cabezas.   Mientras yo estaba zambullida esperando que Yara se desvistiera, escuché un grito que me hizo salir del agua; increíblemente cuando emergí, ni Rafelito ni Yara estaban en el charco.   En el suelo, junto a  unas rocas, reposaban nuestras ropas, y  juro por Dios que cuando me disponía a nadar para acercarme a la orilla,  sentí  en mi espalda, siete respiraciones asmáticas, ardorosos y  con un penetrante  olor purulento.  No me podía mover, y quería moverme.  En mi mente transcurrió,  rápidamente, la imagen de mi abuela contándome los castigos eternos de los niños desobedientes; me vi, en ese momento, devorada por el monstruo cuyo olfato me saboreaba, y de mis ojos empezaron a salir lagrimas que provenían de un lugar más hondo que el charco, al darme cuenta que por más que mis brazos se movían, mis piernas aun no alcanzaban el suelo. Llegué a una roca, ubicada en el centro del charco,  a la cual  me abracé y  lentamente trate de encaramarme: primero coloque las palmas de mis manos, después hice todo mi esfuerzo para empujar mi cuerpo hacia arriba de ella, logrando poner mi pecho, luego mi pie derecho y justo cuando iba a subir el izquierdo sentí una electrizante cosquilla en la planta de  ese pie que me hizo perder el equilibrio y caer de nuevo al fondo del agua, rozando mi muslo derecho todo el borde de la piedra.

Mientras mi nariz y mi boca recibían grandes cantidades de agua mi conciencia invocaba la presencia de mi mami, mi papi,  Jesús Crucificado o mejor Resucitado o de alguna de esas vírgenes lloronas en las cuales tanto creía mi abuela y justo cuanto pensaba que mis escasos ocho años de vida había llegado a su final y que mi visita al purgatorio era una realidad, un brazo fuerte me sacó del fondo del charco, y al abrir los ojos  pude ver el contraste de la blanca sonrisa y el poderoso color de la piel de mi abuelo.

De ese suceso han pasado veinte años y la leyenda de la culebra de las siete cabezas sigue viva gracias a las marcas de las garras del animal que aun tengo en  mi pierna derecha.  Como aquella última noche que dormí con Yara en el Almendro,  tengo muchas preguntas que no tienen ni tendrán respuesta.  Rafelito y Yara no saben explicarme porque me dejaron sola en aquella tenebrosa situación;   mi abuela, por fin, sonríe desde algún lugar del cielo y aunque mi abuelo también se mudó para  el mundo de las nubes, su brazo fuerte me seguí librando de las garras poderosas de todos mis monstruos reales e imaginarios.


Magnolia Méndez
27 de Enero, 2008